A veces me sorprende hasta qué punto el ser humano es capaz de
alejarse de algo que le toca completamente. Parece que damos la razón a
aquella frase de "una muerte es una tragedia, un millón es una
estadística". No recuerdo quién la dijo, creo que fue Stalin, y tampoco
si la he dicho tal cual. Pero lo que sí sé es que, a veces, damos cifras
como si estuviéramos cantando los números de la lotería en el sorteo de
la Navidad. Escuchamos en las noticias las cifras de muertes por un
terremoto, una inundación, accidentes de tráfico y seguimos como si no
fuera con nosotros. Si han muerto 25 personas en un corrimiento de
tierra, en una mina, lo escuchamos y seguimos pensando en lo nuestro. Es
una cifra, fría, hueca de sentimiento, de emoción. La cosa cambia
cuando te toca a tí. Hace años escuchaba a la gente que se acordaba de
las personas que ya no estaban en Navidad y querían que las fiestas
pasaran cuanto antes. Para mí era una cifra, un dato más. Lo comprendí
el día que celebré por primera vez la Navidad sin los míos. Estaba bien;
pero tuve lo que llamo el relámpago gris. Ese momento en que recuerdas a
los que no están a tu lado. Y no me refiero sólo a los que han muerto,
sino a los que a lo mejor están a miles de kilómetros. Me faltaban
personas. Ya no era una cifra de comensales en la mesa, sino personas a
los que estrechar la mano.
Cuando estás en una clase,a veces
corres el riesgo, si eres profesor, de ver a tu audiencia como un
conjunto, como una cifra. Deshumanizas. No, son personas. No puedes
controlar lo que reciben cada uno de lo que dices, por supuesto; pero sí
puedes mantenerles la dignidad, pensar más en 1+1+1+1+1+1+1... que en
25. Quizá las clases se preparen igual; pero no llegarán igual. De una
forma, darás información sin más. De la otra comunicarás y llegarás a
ver las historias que hay detrás de esos rostros a los que te diriges.
Detrás de una cifra, hay personas, y detrás de esa persona hay una
historia, que quizá ni te hayas planteado. ¿Por qué? Por la típica manía
que tenemos de juzgar u opinar sin saber las circunstancias. Es fácil
desde fuera hacerlo, como si fuéramos espectadores de un concurso, o
mismamente el jurado. Cuando eres el concursante, la cosa cambia. Puede
que veas un premio que para otro parezca irrisorio, y sin embargo para
tí es vital conseguirlo. Una pequeña aportación no parece que llegue a
mucho; pero en el momento preciso, puede cambiar una vida, una historia.
¿Parece que hablo en abstracto? Puede ser, quizá con un ejemplo de una
ONG se vea mejor. ¿Alguien se acuerda de Haití? Hubo un terremoto y
salieron unos días en las noticias. Se sacó hasta un disco para ayudar.
Pero pasó el tiempo y nuestra atención se fijó en otra cosa. ¿Y los
mineros de Chile? Lo pasaron mal, encerrados en una mina, consiguieron
sacarlos; pero pasó el tiempo y nos fijamos en otra cosa. ¿Y las JMJ de
Madrid? Hubo mucha gente a favor y mucha en contra. Se trabajó mucho;
pero pasó el tiempo y nos fijamos en otra cosa. ¿El Mundial? Muchas
ilusiones, muchas esperanzas, mucha tinta y horas de información por
lucir una estrella en una camiseta roja; pero pasó el tiempo y nos
fijamos en otra cosa. Podría seguir recuperando retazos de momentos.
Porque de lo que hablo no son de abstracciones sino de hechos.
Cada
persona tiene una historia. La vivimos en carne propia. Una historia de
misterio, de superación, de alegrías y tristezas. Una historia
entretejida con otras, entremezclada, mestiza. No siempre somos los
protagonistas que soñamos. Pero es lo que tenemos. Y en un momento todo
pasa ¿o no? Si la vida es tan corta como a veces parece, sería lógico
pensar que lo mejor es disfrutarla. Porque cada momento forma parte de
nuestra historia, incluso los que nos prestan las otras personas. Nos
los prestan con las emociones que experimentamos al leer un libro,
escuchar una canción, ver una película o un programa. Nos los prestan
con una compañía en un viaje, con un cruce de caminos, con un momento
compartido. No estamos solos, sino que a veces nuestras batallas las
ganan otros. Y no siempre son las personas que pensamos que nos las van a
ganar. Cada día me sorprende la capacidad de conseguir cosas de los
peques. Un momento con ellos vale más que cualquier premio en metálico.
Tienen una inocencia, una pureza ante la vida, que sorprende. Me
maravilla su lógica. Ven el misterio como algo normal, sorprendente.
Pueden acostarse por la noche mirando el árbol de Navidad con zapatos
vacíos, despertarse con regalos en esos mismos zapatos y no liarse a
preguntas. ¿Qué ha pasado? Han venido los Reyes. Sin más. Sin menos. Un
adulto, si ocurre algo así, empezaría a darle vueltas al intelecto,
buscando respuestas. Cambiamos la magia por la lógica, las historias por
las cifras, para hacer que controlamos y fijar nuestra atención en otra
cosa. ¿De verdad merece la pena? Creo que salimos perdiendo. Porque el
ser humano no es de cifras sino de historias. Comprobadlo en la próxima
reunión que tengáis. Si empiezas en plan papagayo a soltar cifras, la
gente desconectará. Es a lo que nos han acostumbrado desde pequeños, con
esa manía de que lo importante es lo que recuerdas, esos datos y más
datos. En educación, en vez de enseñarnos a pensar, nos atosigaban con
cifras y más cifras. ¿Alguien se acuerda de esos datos que nos
aprendimos para un examen? Reconozco que mi memoria cada día es peor.
Quizá es porque esos datos no tienen relevancia para mí. En mi día a
día, no importa si el escritor Fulanito escribió su obra maestra en 1876
o en 1877. Me importa lo que me aportó esa historia, no en qué año se
publicó.
El ser humano aprende con historias y con el paso del
tiempo, pasamos a fijarnos en las cifras. Al menos en nuestra sociedad
occidental es así. Y los que no quieren fijarse en ellas, quien sigue en
las historias, es catalogado de loco o de perder el tiempo. Cuando veo
una casa abandonada, mi mento no ve el edificio que se cae o con peligro
de derrumbe. Mi imaginación va hasta las personas que la habitaron, que
soñaron en ella y que finalmente la abandonaron. Busco la historia, no
la cifra. Y espero que no llegue el día en que me vacune contra ese
ejercicio de búsqueda, en que mi atención se fije en otra cosa.
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