Hoy vuelvo de mi paseo con una extraña sensación. Y no tengo muy
claro si voy a ser capaz de transcribirla. Porque, aunque como se suele
decir, la palabra es la carne de la idea, no siempre el cuerpo
corresponde acertadamente al alma. Un sistema que casi nunca falla es
decir las cosas tal cual, sin buscar adornos, con sencillez. Suele
funcionar con ideas sencillas; pero las sensaciones y los sentimientos
no tienen nada de sencillo, por mucho que a veces nos pese. Iba
caminando pensando en el curioso protocolo que se esconde tras las
banderas, en los currículums que tengo que mandar, en los papeles que
tengo que rellenar... en mil cosas. Mi cabeza es grande así que mis
pensamientos a veces fluyen con una libertad que a mi misma me asombra.
El caso es que, a pesar de ello, no desconecto los sentidos. Veo,
escucho, huelo y al ir por una de las calles más céntricas del pueblo,
pueden ocurrir las cosas más variopintas. Escucho frases que darían para
más de un post. Por ejemplo, me ha llamado la atención una, y que no se
ofenda nadie: "Ése es más soso que un catalán". No sé
el contexto; pero no sabía que los catalanes eran sosos. En música por
ejemplo, la rumba catalana no es precisamente sosa. Supongo que la
persona que lo ha dicho habla desde su experiencia y si no se ha
encontrado catalanes con salero, pues en su experiencia tiene toda la
razón. Pero es una suposición de alguien que va caminando y oye
conversaciones ajenas. Cuando no llevas los cascos puestos, a veces
dejas que el mundo exterior entre en tu cabeza, apareces como si fueras
un observador y te sorprendes. Porque más de una vez caminamos como los
burros, sólo pendientes en lo tuyo y en tu camino. Sin desviarte, sin
mirar nada más.
Me he sorprendido en el paseo y de ahí la
extrañeza que siento. ¿El motivo? Los carteles de "se vende" o "se
alquila" en los escaparates. Negocios que llevaban años en una esquina,
en un local, de los cuales sólo queda un maltrecho rótulo a la puerta,
un cierre, un vacío y unas cartas en el suelo, imagino que recibos que
no se pagarán. Para mí, eso es lo peor de las crisis, que los negocios
cierren, que las ilusiones se derrumben. Los locales vacíos son
deprimentes. Representan el fracaso de nuestro sistema. Entiendo que
cuando las cosas no van bien, hay que cerrar; pero para el transeúnte
esos carteles rojos y negros tan seguidos son como bofetadas a cada
paso. Porque no es que uno cierre y llegue otro. Sino que uno cierra, y
otro, y otro... y la calle va perdiendo negocios y ganando soledad. Se
pierden conversaciones, alegrías, experiencias. No se trata de malas
ubicaciones sino de mala racha. En la calle central del pueblo van
apareciendo los vacíos como una plaga, como un macabro recordatorio de
lo que puede pasarte si decides emprender un negocio. Como una
advertencia al que decide saltar a escena contra viento y marea. Y el
corazón se llena de sentimentalismo extraño, de ponerse en el lugar de
los que echaron el cierre, imagina el momento, quizá la lágrima, el
tintineo de las llaves que se guardan o que se entregan.
Es duro
caminar con ese peso. Creo que todos tenemos nuestros lugares para
soltar lastre. En mi caso, hoy he encontrado otro: La antigua calzada
romana de Galapagar. No se trata de echar basura, sino de tener lugares
que nos recuerden lo pasajero de nuestro vivir. ¿Cuánta gente habrá
caminado por ella? Y ahora está destruída en algunos tramos, en otros la
vegetación casi la ha cubierto. Sin embargo, hay lugares en los que
está completa, en los que se ve perfectamente, todavía en nivel, con las
piedras bien colocadas. Es un lugar que nos recuerda que hay que
seguir, aunque a veces no sepas dónde vas. Cierras los ojos, respiras y
observas. Gente paseando a sus perros, otros corriendo, algunos sentados
enfrascados en interesantísimas conversaciones. Al observar casi entras
de puntillas en esas vidas. No las conoces, sólo las imaginas. Y
descubres que los sueños siempre están ahí. Algunos caen; otros se
levantan. Cuando no consigues nada es cuando te paras, cuando te quedas
quieto. Entonces el peso de las dificultades cae como una losa. Y
terminas andando, pendiente de un paso más, otro más, otro más. A mitad
del camino notas que los músculos empiezan a doler, que los tobillos
pinchan. Y, una vez más, tienes dos posibilidades a elegir: o paras o
continúas. Si paras, tarde o temprano tendrás que reemprender la marcha.
Si continúas, descubres que al rato el dolor se pasa, el músculo medio
oxidado, entra en calor y puedes continuar. Supongo que es una sensación
parecida a cuando corres un maratón. O cuando llegas a la mitad de la
carrera universitaria. El momento de tomar la decisión de seguir o
parar, ir hacia adelante o volver la vista atrás. Hagas lo que hagas,
estará bien. Porque tú decides y tendrás motivos para las dos opciones.
Hace
poco me dijeron algo que se ha quedado en mi cajón de momentos. Me
dijeron que los escritores somos magos. ¿Por qué? Porque provocamos la
imaginación de las personas, hacemos que sueñen, que vean la vida de
forma diferente, que olviden todo por lo que están leyendo. Me gustó la
idea. De hecho, me encanta. Es un gran regalo que se va descubriendo a
cada paso. Puede que con tanto coche me haya olvidado de lo que implica
caminar. Está bien recordarlo y está mucho mejor experimentarlo,
físicamente y con la imaginación.
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