sábado, 18 de octubre de 2008

Sin tierra bajo los pies

Hay momentos en la vida en que parece que nos quedamos sin tierra bajo los pies, que todos nuestros planes, nuestros sueños, nuestras metas se desbaratan y nos quedamos solos en mitad de la nada. Ocurre cuando la vida nos pega uno de sus golpes. Antiguamente se decía que Dios nos sostenía con su mano derecha, que nos cuidaba y protegía. Pero... ¿qué hace con la izquierda? Yo creo que a veces nos pega un izquierdazo. ¿Para qué? Para despertarnos de la modorra en la que podemos caer si todo nos va como queremos que vaya. Porque si en la vida todo marcha... bufff, malo. En serio, ojalá no fuera así, pero en todo lo importante de la vida del ser humano hay dolor. Desde que nacemos. Somos supervivientes desde el mismo instante en que nos plantamos en la tierra. Si una parturienta sufre, el bebé que nace tampoco lo pasa bien, son muchos cambios en su pequeño cuerpecillo. Lo que pasa es que no nos acordamos de ello, pero la experiencia si ocurriera de adultos sería muy traumática. Otro momento durísimo en la vida de una persona es cuando se plantea lo que quiere hacer. Suele tener dos partes. Como no me sé la terminología actual, hablaré de lo que era en mi época estudiantil. Había dos cambios de los que te hacían temblar: Cuando acababas 8º de EGB y tenías que decidir entre la FP y el BUP y cuando acababas el instituto y te tenías que enfrentar a la Selectividad. Todo tu futuro se jugaba en dos o tres días de exámenes. Una locura. Y en las dos ocasiones el mismo sentimiento. Como si fueras una marioneta al que le han quitado la tierra bajo los pies. Te quedas colgando de un hilo pensando dónde te llevará el viento. Son momentos duros, difíciles de afrontar. Quien los pasa sin plantearse las grandes preguntas que no crea que ha pasado de rositas, porque le tocará más tarde o más temprano y cuanto más tarde, peor. Porque la agilidad que tienes con 17 no la tienes con 30. Hay momentos en que sabes que hay un cruce de caminos y el que cojas anulará a los otros. Aunque nos gustaría en algun momento, en la vida no hay marcha atrás. No se puede desandar el camino recorrido. Depende de cada uno el afrontar esos cambios con decisión o dejarse arrastrar por la corriente. Pero nos toca a cada uno. Podemos escuchar los consejos de los otros, podemos leer, podemos hasta "hacernos los tontos"; pero al final te quedas sólo con tu corazón. Tarde o temprano a todos nos toca ver nuestros fantasmas, plantearnos lo que queremos en esta vida y vernos realmente. Por mucho ruido que queramos meter, siempre hay una vocecita interna que salta y que nos recuerda que tenemos que saber dónde estamos. Es normal tener miedo a los cambios, a esos momentos en que toda nuestra vida se desbarata. A todos nos asusta lo desconocido. Pero una cosa es tener miedo y otra dejarse llevar por él. Aunque no la veamos, la tierra está debajo de nuestros pies, el sol está detrás de las nubes. Sólo es cuestión de parar el tiempo que sea necesario, respirar y escuchar. No a los demás, sino a lo que tiene que decirnos nuestro interior. Si lo sabemos hacer, todo es para nuestro provecho, de todo se puede aprender, hasta de las circunstancias más duras de la vida. Es lo que diferencia a los que viven la vida de los que se dejan llevar por la vida.

Hay un pasaje del Evangelio que siempre que lo leo me da muchas cosas en las que pensar y que viene muy bien para el tema que estoy hablando. Se trata del pasaje del ciego de Jericó. Él sabía que tenía un problema y que los que le rodeaban podían ayudarle a vivir con sus dificultades. Pero quería más. No veía la tierra bajo sus pies, sus pasos eran continuamente dubitativos, viviendo siempre en la penumbra, en la incertidumbre, dependiendo de otros. Y oyó que alguien llamado Jesús hacia milagros, curaba enfermos. ¿Me podrá curar a mi? Me imagino la situación y hasta yo tengo nervios. Porque cuando quieres algo siempre queda ese atisbo de duda de decir ¿Y si no pasa qué hago?... ¿Y si no me cogen en ese trabajo? ¿Y si la chica a la que quiero me dice la fatídica frase de "te quiero como amigo"? No creo que nadie pueda decirme que alguna vez en su vida no ha tenido esas dudas. Y las hay peores: ¿podré curarme de esta enfermedad? ¿Podré ver algun día? Imagino que esas preguntas estarían en la cabeza de Bartimeo, que así se llamaba el ciego. ¿Cuántas veces se habría desilusionado? ¿Cuántas veces habría acudido a alguien que le dijo que podía curarle y al final no había pasado? ¿Cuántas veces le dirían que se conformara? Pero algo dentro de él saltó y cuando le hablaron de Jesús pudo decir "bueno... ¿qué pierdo?... el no ya lo tengo". Parece fácil porque nos sabemos el final de la historia; pero hay que vivirlo para saber que de fácil tiene bastante poco. Y Bartimeo se movió de su sitio y cuando oyó al gentío empezó a gritar: "Jesús, hijo de David, ten compasión de mí". Algunos le reprendieron por su conducta. Y Bartimeo, haciéndose el sordo, siguió gritando cada vez más fuerte. ¡Vaya lección que nos da con su conducta! Si quieres algo, no te dejes vencer a la primera dificultad y si los demás te dicen que te calles... si crees que lo que pides es bueno para tí, sigue gritando cada vez más fuerte. No te calles, no dejes pasar la oportunidad. Al final consiguió que Jesús le prestara atención, entre todo el alboroto. Y le hizo una pregunta que es brutal: ¿QUÉ QUIERES QUE HAGA POR TI? Toma ya. Como si se tratara de conceder deseos. Alguno se habría olvidado de sus problemas de verdad y habría dicho "que me toque la lotería", "ser más rico que el vecino", "que Fulanit@ me diga que sí" o cualquier deseo de ese estilo. Pero Bartimeo tenía un deseo profundo, algo que le gritaba desde dentro: "QUIERO VER". ¿A quién no le gustaría poder ver de verdad lo que es su vida? Bartimeo se lanzó, hizo un salto de fe, olvidó todas sus seguridades, todo lo que le podía dar tranquilidad y pidió lo que de verdad quería, lo que necesitaba. Y se le concedió. Algunos dirán que lo que hizo Jesús fue simplemente limpiarle los ojos. Otros creerán que hizo un milagro mucho mayor. No importa que recuperar el sentido de la vista como que viera su vida, que se reconociera en la mirada de otro.

Bartimeo nos enseña que hay que arriesgar, aun cuando no veamos la tierra bajo nuestros pies, a saber lo que hay que pedir, a ver lo que de verdad importa. Y para eso es necesario que sepamos más o menos por dónde vamos, que sepamos retirarnos del combate, porque una cosa es perder una batalla y otra perder la guerra. No es ser menos valiente por retirarse a pensar, a prepararse.

1 comentario:

maria jesus dijo...

Algo consolador es pensar que, como Dios quiera que sigas un camino y tu te equivoques, El se las arregla para que vuelvas a el, lo que ocurre es que los tiempos de Dios son distintos de los nuestros.